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Siete verdades asombrosas sobre San José, el gigante silencioso de la Navidad

Siete verdades asombrosas sobre San José, el gigante silencioso de la Navidad

Decenas de personas asisten a una representación en vivo del nacimiento de Jesús celebrada frente al edificio de la Corte Suprema de los Estados Unidos en Washington, D.C., el jueves 2 de diciembre de 2021. | The Christian Post

A menudo hablamos de María en Navidad, y con justa razón. Cantamos sobre los ángeles, nos maravillamos con los pastores y seguimos el viaje de los sabios de Oriente. Pero, de pie en silencio en las sombras del pesebre, hay un hombre en el que rara vez nos detenemos a pensar; un hombre cuya presencia es tan firme, tan fiel, que la historia del nacimiento de Cristo se desmoronaría sin él.

José aparece en casi todos los escenarios navideños, pero solemos tratarlo como una silueta: una figura con un báculo, un personaje secundario cerca del pesebre, poco más que un accesorio para María.

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Pero el retrato que las Escrituras hacen de José es rico. José parece ser el gigante silencioso de la Navidad. Nunca pronuncia una palabra registrada en la Biblia, pero su vida resuena con un carácter imponente. Es un hombre cuya justicia sirvió silenciosamente al avance del propósito redentor de Dios. Algunos hombres influyen en el mundo a través de la elocuencia o de grandes hazañas; José lo influyó a través de acciones sencillas y fieles. Su vida, contenida en apenas un puñado de versículos, revela un corazón en el que Dios confió Su tarea más sagrada: la custodia de Su propio hijo.

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Si alguna vez hubo un hombre digno de ser estudiado, ese es José. Cuando lo hacemos, siete poderosas verdades surgen de su vida con notable claridad.

1. La justicia es inseparable de la compasión

El primer vistazo que las Escrituras nos dan de José es un retrato de serena belleza moral. Mateo escribe: «José su marido, como era justo…» (Mateo 1:19). «Justo» describe a un hombre alineado con la ley de Dios, comprometido con la justicia, la integridad y la rectitud moral. Sin embargo, la justicia de José no era rígida ni legalista; producía misericordia. Mateo añade que después de que José se enteró de que María estaba encinta —y sabiendo que él no era el padre—, aun así «no quería infamarla» (Mateo 1:19). Incluso antes de conocer la inocencia de María y el milagro en su vientre, José rechazó el camino de la humillación pública. Aunque creía haber sido profundamente herido, eligió la compasión por encima de la condenación.

Esta es una justicia de un orden diferente a la de los fariseos, cuyo cumplimiento de las reglas a menudo coexistía con la frialdad de corazón. La justicia de José buscaba proteger y preservar. Antes de proteger al niño Cristo de los malvados planes de Herodes para asesinarlo, José protegió a María de la vergüenza. Y al hacerlo, nos enseña algo que nuestro mundo casi ha olvidado: la verdadera justicia no se apresura a condenar o castigar; su objetivo es redimir. José nos muestra que la santidad y la compasión no son opuestos, sino compañeros.

2. Dios guía a los humildes, no a los soberbios

Una segunda característica sorprendente de la vida de José es la facilidad con la que recibe la dirección divina. Tres veces en el Evangelio de Mateo, Dios le habla en sueños, revelándole el milagro de la concepción de Cristo, advirtiéndole de la ira de Herodes e instruyéndole sobre cuándo era seguro regresar de Egipto (Mateo 1:20; 2:13; 2:19). Cada vez, José responde sin dudar. Él escucha. Cede. Obedece.

Tal capacidad de respuesta tiene sus raíces en la humildad. Las Escrituras insisten en esta virtud. El profeta Miqueas enumera la humildad no como una opción, sino como un requisito divino: «¿Qué pide Jehová de ti…? solamente… humillarte ante tu Dios» (Miqueas 6:8). Jesús afirma la misma verdad: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5:3). Los soberbios no buscan la guía de Dios. En cambio, confían en otras fuentes o en sí mismos porque, lo digan o no, creen con orgullo que no necesitan a Dios, no necesitan la fe. Los soberbios excluyen a Dios de la ecuación.

José era diferente. No confió en sus propios instintos por encima de la voz de Dios, de la palabra de Dios. Era lo suficientemente humilde como para dejarse enseñar y lo suficientemente silencioso como para escuchar. El orgullo cierra la mente; la humildad abre el corazón. Dios no se revela a los seguros de sí mismos, pero guía con gusto a quien se inclina ante Él.

3. La obediencia abre la puerta al propósito divino

La vida de José muestra que la obediencia es la puerta a través de la cual el propósito de Dios entra en la historia de una persona. Cuando el ángel le dijo que tomara a María por esposa porque el Espíritu Santo había concebido al Niño, José no discutió ni se demoró hasta entenderlo todo; obedeció (Mateo 1:24).

Ese mismo patrón marcó todos sus tratos con Dios. Cuando un ángel le advirtió que Herodes buscaba la vida del Niño, «él, despertando, tomó de noche al niño y a su madre» (Mateo 2:14). Cuando el Señor le informó que Herodes había muerto y que era seguro regresar, José respondió con la misma decisión: «Entonces él se levantó, y tomó al niño… y vino a tierra de Israel» (Mateo 2:21). Su obediencia nunca se pospuso para un momento más conveniente; fue inmediata y completa.

El ejemplo de José nos recuerda que el propósito divino generalmente se revela después de la obediencia. Muchos buscan la guía de Dios, pero retroceden si el siguiente paso les exige más de lo que desean dar. José entró plenamente en el plan de Dios cuando dio un paso adelante ante la palabra de Dios. Donde Dios encuentra obediencia dispuesta, Él despliega Su propósito.

4. La justicia de una persona puede convertirse en el refugio de Dios para muchos

La justicia nunca es un asunto meramente personal; Dios también la usa para proteger y bendecir a otros. La vida de José es un ejemplo vívido. Mateo lo describe como «un hombre justo» (Mateo 1:19), y su justicia fue el mismo refugio que Dios usó para proteger a María y al niño Cristo.

La justicia de José proveyó protección física. Cuando un ángel le advirtió: «Levántate… y huye a Egipto», José obedeció de inmediato, llevando al niño y a Su madre a un lugar seguro (Mateo 2:13-14). Más tarde, cuando Dios lo dirigió de regreso a su tierra natal, guió a su familia con el mismo corazón obediente (Mateo 2:19-21).

A primera vista, esto puede parecer simplemente una repetición de lo que ya se ha dicho. Pero una reflexión cuidadosa muestra que el punto es profundo. A través de la integridad y la fe de José, María y el niño Cristo fueron preservados, los propósitos proféticos de Dios se cumplieron y el mismo Evangelio que ahora ofrece refugio a millones fue llevado a salvo a lo largo de la historia.

¿Quién hubiera pensado que algo tan grande pendía de la sumisión de un solo hombre a Dios?

5. El silencio a menudo habla con más fuerza que las palabras

Una de las características más notables de la historia de José es que no se registra ni una sola palabra suya en las Escrituras. Los Evangelios nos dicen lo que hizo, nunca lo que dijo.

El silencio de José no es el silencio de la pasividad o la indiferencia. Todo lo contrario, es el silencio de un hombre que deja que sus acciones hablen por él. Cuando Dios habla, José responde sin dudar. En cada punto de la historia, sus acciones hacen eco de lo que sus labios nunca pronuncian: «Heme aquí, envíame a mí» (Isaías 6:8).

Esta fidelidad silenciosa todavía habla hoy. En un mundo desbordante de ruido y sobrecarga de información, José nos recuerda que las vidas de sencillez, constancia, devoción silenciosa y abnegación a menudo tienen la influencia más duradera. Su silencio no era vacío; era elocuencia.

6. La fidelidad en las cosas pequeñas es grandeza a los ojos de Dios

Reflexione sobre esta verdad. José nunca realizó un milagro. Nunca predicó un sermón. Nunca se paró ante multitudes ni moldeó la política pública. En el gran drama de las Escrituras, su papel parece pequeño.

Considere cómo las Escrituras describen los primeros años de la vida de Jesús. Dios confió a Su Hijo no a un rey o a un sacerdote, sino a un carpintero, un hombre que le enseñaría a Jesús el trabajo, la adoración, la oración y las cualidades discretas de la reverencia diaria por los caminos del Señor. Lucas registra que Jesús «crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría» (Lucas 2:40), y nuevamente que «crecía en sabiduría y en estatura» (Lucas 2:52). Detrás de ese crecimiento estaba la presencia moralmente firme de José: su trabajo, su liderazgo, su ejemplo.

La grandeza de José no residió en logros extraordinarios, sino en la atención constante a lo ordinario. Tomó a María por esposa. Llamó al niño Jesús, como se le instruyó (Mateo 1:24-25). Hizo el arduo viaje a Belén para el censo (Lucas 2:1-5). Presentó a Jesús en el Templo según la ley (Lucas 2:22-24). Viajaba a Jerusalén cada año para la Pascua (Lucas 2:41). Le enseñó a Jesús un oficio (Mateo 13:55). Ninguno de estos actos fue espectacular, pero cada uno fue un acto de fidelidad a las cosas aparentemente menores de la vida.

José nos muestra que lo sagrado a menudo habita en los lugares más mundanos de la vida: en nuestros trabajos, en nuestras cocinas y salas de estar, en el cuidado de la familia y en las pequeñas decisiones cotidianas que nunca llaman la atención; en los actos más pequeños que casi nadie elogia o reconoce. El Cielo ve grandeza donde la tierra solo ve rutina. Porque José fue digno de confianza en las cosas pequeñas, Dios le confió algo inconmensurable: la custodia de Su «Hijo unigénito» (Juan 3:16).

7. Dios elige a personas comunes para lograr cosas extraordinarias

José aparece en las páginas de las Escrituras sin fanfarrias ni aclamaciones. No es un sacerdote como Zacarías, ni un profeta como Isaías, ni un gobernante como el rey David. Es un carpintero desconocido de un pueblo desconocido de Galilea. Sin embargo, Dios lo eligió para una de las asignaciones más extraordinarias de toda la historia de la redención.

Este es el patrón de las Escrituras. Dios eligió a un pastor tartamudo para confrontar al Faraón (Éxodo 3-4). Eligió al hijo menor de Isaí, ignorado por su propia familia, para que se convirtiera en el rey más grande de Israel (1 Samuel 16:7-13). Eligió a pescadores para que fueran apóstoles y confió el mensaje del reino a sus manos rudas y callosas (Mateo 4:18-22). Pablo nos recuerda que Dios a menudo obra de esta manera intencionalmente: «sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios… y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte» (1 Corintios 1:27).

José encarna este principio divino. Su grandeza no residía en su estatus, educación o influencia, sino en su disponibilidad. La oscuridad de José no lo descalificó; lo preparó.

El Cielo no mide la influencia como lo hace la Tierra. No es cuán grande es algo lo que cuenta, sino que la postura del corazón es lo que determina la utilidad en la economía de Dios.

Así que, esta Navidad, si ve un pesebre con la silueta de José inclinada silenciosamente sobre el niño Cristo, deténgase un momento. Mire un poco más de cerca. Podrá notar que su sombra se extiende mucho más allá de Belén, cayendo suavemente sobre nuestras propias vidas como un recordatorio de que lo que Dios favorece es la sumisión humilde a Su voluntad. Puede que el mundo no vea esas vidas, pero el Cielo siempre lo hace. Si nosotros, como José, caminamos fielmente en los lugares que Dios ha ordenado, también podremos convertirnos en instrumentos notables en el desarrollo de Su obra redentora.